DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO A 03/09/2020
PRIMERA LECTURA
Si no hablas al malvado, te pediré cuenta de su sangre
Lectura de la profecía de Ezequiel 33, 7-9
Así dice el Señor:
«A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte.
Si yo digo al malvado: “¡Malvado, eres reo de muerte!”, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.»
Palabra de Dios.
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Salmo responsorial
Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9 (R.: 8)
R. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor:
«No endurezcáis vuestro corazón.»
Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. R.
Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. R.
Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masa en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» R.
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SEGUNDA LECTURA
Amar es cumplir la ley entera
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 13, 8-10
Hermanos:
A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el «no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo. »
Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera.
Palabra de Dios.
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Aleluya 2 Cor 5, 19
Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación.
EVANGELIO
Si te hace caso, has salvado a tu hermano
+ Lectura del santo evangelio según san Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano.
Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. »
Palabra del Señor
Vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario A
CEC 2055: el Decálogo se resume en el mandamiento de amar
2055 Cuando le hacen la pregunta: “¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mt 22, 36), Jesús responde: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 37-40; Cf. Dt 6, 5; Lv 19, 18). El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley:
En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud (Rm 13, 9-10).
CEC 1443-1445: reconciliación con la Iglesia
1443 Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (Cf. Lc 15) y el retorno al seno del pueblo de Dios (Cf. Lc 19,9).
1444 Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19). “Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza (Cf. Mt 18,18; 28,16-20), recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (Cf. Mt 16,19)” LG 22).
1445 Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.
CEC 2842-2845: “como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”
2842 Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: “Sed perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48); “Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36); “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (Cf. Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, “perdonándonos mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo” (Ef 4, 32).
2843 Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (Cf. Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (Cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.
2844 La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (Cf. Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (Cf. 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (Cf. Juan Pablo II, DM 14).
2845 No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (Cf. Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (Cf. 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (Cf. Mt 5, 23-24): Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos:
Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel (San Cipriano, Dom. orat. 23: PL 4, 535C-536A).
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Homilía (04-09-2011): Cuestión de caridad
Domingo 04 de septiembre del 2011.
Queridos hermanos y hermanas:
Las lecturas bíblicas de la misa de este domingo coinciden en el tema de la caridad fraterna en la comunidad de los creyentes, que tiene su fuente en la comunión de la Trinidad. El apóstol san Pablo afirma que toda la Ley de Dios encuentra su plenitud en el amor, de modo que, en nuestras relaciones con los demás, los diez mandamientos y cada uno de los otros preceptos se resumen en esto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Rm 13, 8-10). El texto del Evangelio, tomado del capítulo 18 de san Mateo, dedicado a la vida de la comunidad cristiana, nos dice que el amor fraterno comporta también un sentido de responsabilidad recíproca, por lo cual, si mi hermano comete una falta contra mí, yo debo actuar con caridad hacia él y, ante todo, hablar con él personalmente, haciéndole presente que aquello que ha dicho o hecho no está bien. Esta forma de actuar se llama corrección fraterna: no es una reacción a una ofensa recibida, sino que está animada por el amor al hermano. Comenta san Agustín: «Quien te ha ofendido, ofendiéndote, ha inferido a sí mismo una grave herida, ¿y tú no te preocupas de la herida de tu hermano? … Tú debes olvidar la ofensa recibida, no la herida de tu hermano» (Discursos 82, 7).
¿Y si el hermano no me escucha? Jesús en el Evangelio de hoy indica una gradualidad: ante todo vuelve a hablarle junto a dos o tres personas, para ayudarle mejor a darse cuenta de lo que ha hecho; si, a pesar de esto, él rechaza la observación, es necesario decirlo a la comunidad; y si tampoco no escucha a la comunidad, es preciso hacerle notar el distanciamiento que él mismo ha provocado, separándose de la comunión de la Iglesia. Todo esto indica que existe una corresponsabilidad en el camino de la vida cristiana: cada uno, consciente de sus propios límites y defectos, está llamado a acoger la corrección fraterna y ayudar a los demás con este servicio particular.
Otro fruto de la caridad en la comunidad es la oración en común. Dice Jesús: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en el cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 19-20). La oración personal es ciertamente importante, es más, indispensable, pero el Señor asegura su presencia a la comunidad que —incluso siendo muy pequeña— es unida y unánime, porque ella refleja la realidad misma de Dios uno y trino, perfecta comunión de amor. Dice Orígenes que «debemos ejercitarnos en esta sinfonía» (Comentario al Evangelio de Mateo 14, 1), es decir en esta concordia dentro de la comunidad cristiana. Debemos ejercitarnos tanto en la corrección fraterna, que requiere mucha humildad y sencillez de corazón, como en la oración, para que suba a Dios desde una comunidad verdaderamente unida en Cristo. Pidamos todo esto por intercesión de María santísima, Madre de la Iglesia, y de san Gregorio Magno, Papa y doctor, que ayer hemos recordado en la liturgia.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Fundación Gratis Date, Pamplona, 2004
Deuda de amor
Rom 13,8-10
«A nadie le debáis nada, mas que amor». Tenemos para con los demás la «deuda» del amor. Cuando hemos realizado un acto de caridad para con el prójimo, cuando hemos hecho el bien a alguien, quisiéramos que nos lo agradeciera, que todo el mundo nos lo reconociera y que Dios mismo nos lo pagase. Sin embargo, somos deudores de los demás. Les debemos amor. No sólo les debemos lo que cae en el campo de la estricta justicia. Si Cristo nos hubiera tratado en estricta justicia, estaríamos condenados. Sin embargo, nos amó, y no en cualquier grado, sino «hasta el extremo» (Jn 13,1). Igualmente nosotros: cuando nos hayamos entregado hasta el extremo, habremos de exclamar: «somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc. 17,10).
«El que ama tiene cumplido el resto de la Ley». San Pablo, siguiendo al propio Cristo (Mt 22,34-40), nos recuerda que toda la Ley se resume en el mandamiento del amor. Lo cual no significa que todo lo demás no importe, sino que tenemos que prestar atención a esta fuente de la que todo brota. Por eso san Agustín pudo proclamar: «Ama y haz lo que quieras». El que de verdad ama no hace mal a su prójimo. El que de verdad ama hace el bien siempre y a todos. El que de verdad ama, supera la estricta justicia, cumple los mandamientos y los rebasa. Se trata de cultivar las actitudes profundas del corazón, pues «el árbol bueno da frutos buenos» (Mt 7,17). Si uno está lleno por dentro de caridad, no hay que preocuparse de más: se trata sencillamente de dejar que la caridad rebose hacia fuera. Por el contrario, el que no ama, inútilmente se esforzará en cumplir los mandamientos, pues «el árbol malo da frutos malos» (Mt 7,17).
«Amar es cumplir la Ley entera». Por si quedaba alguna duda, esta frase final subraya que el amor no es un puro sentimiento. El amor a Dios consiste en cumplir su mandamientos (1 Jn 5,3). El amor es delicado, cuidadoso, exigente, hasta en los más mínimos detalles. En cambio, el que no cumple la Ley entera tendrá que reconocer que su amor todavía deja mucho que desear.
Te pediré cuentas
Mt 18,15-20
El evangelio de hoy nos presenta un aspecto que en la mayoría de las comunidades cristianas está sin estrenar. Jesús dice: «Si tu hermano peca, repréndelo». La lógica es muy sencilla: si a cualquier madre le importa su hijo y le duele lo que es malo para su hijo y le reprende porque le quiere y desea que no tenga defectos, con mayor razón al cristiano le debe importar todo hombre, sencillamente por que es su hermano. ¿Me duele cuando alguien peca?
La lectura de Ezequiel es incluso más fuerte en esto : «Si tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, a ti te pediré cuenta de su sangre». Somos responsables de los hermanos. Si viéramos a alguien que va a caer en un precipicio, le gritaríamos una y mil veces. Pues bien, da escalofrío la indiferencia con que vemos alejarse personas de Cristo y de la Iglesia y vivir en el pecado y no les decimos ni palabra. «Si tu hermano peca, repréndelo». «Si no le pones en guardia, te pediré cuenta de su sangre». ¿Me siento responsable? Recordemos que fue Caín el que dijo: «¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?»
Por lo demás, está claro que se trata de reprender por amor y con amor. No con fastidio y rabia o porque a uno le moleste. Es una necesidad del amor. El amor a los hermanos lleva a luchar para que no se destruyan a sí mismos. Tenemos con ellos una deuda de amor que nos impide callar, precisamente para su bien. Todo menos la indiferencia.